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ISSN 1989-4163

NUMERO 21 - MARZO 2011

Santamaría

Miguel Dalmau

            A partir de los cincuenta empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes amigos de la juventud van partiendo sucesivamente, y aunque ya no tuvieran un lugar cotidiano en nuestras vidas, de algún modo misterioso seguían allí, como esos poemas delicados que perfuman la memoria. Entonces algo oscuro sucede, y ese amigo tan querido invade horriblemente las noticias hasta que las manos se nos quedan heladas. A partir del medio siglo acabamos descubriendo algo alarmante: de que también nuestra propia muerte ha empezado ese día, de que ya sólo es una mera cuestión de tiempo. Yo lo he descubierto esta misma semana, en un lujoso restaurante de Singapur, lugar donde nunca he estado y ya no estaré.

            Con la muerte de Santi Santamaría he perdido tantas cosas que no podría contarlas. Recuerdo impresiones: su abrazo cordial y acogedor, su interés por las realidades del mundo, la fidelidad a su familia y sus proyectos, su pureza por defender una cocina en el punto exacto donde conviven el trato respetuoso y el artificio; pero siempre en términos de tradición, elegancia y excelencia. Recuerdo detalles: las tartas que me mandaba para mi cumpleaños, que también era el suyo. Recuerdo escenas: su cita anual en la casa de los padres de Fermín Puig, en Navidades, armado con las mejores viandas y la ardiente desmesura de su cariño y de su palabra. Recuerdo las tertulias en las coctelerías de una Barcelona que ya no existe, los paseos bajo los árboles de otoño al pie del Montseny, las charlas en su torreón repleto de libros, donde convivían Escoffier, Plá, Bocusse y el señor de Montaigne. Recuerdo los desayunos pantagruélicos en Sant Celoni, el día de mercado, los cap roig gloriosos en las calas azules de Mallorca, los paseos en calesa por las calles morunas de Sevilla. Esto es lo primero que recuerdo. Y la sonrisa de Ángels, su mujer, una de las figuras femeninas más luchadoras y verdaderas que he conocido.

            Mucho antes de que los cocineros españoles presumieran de artistas, las cartas del restaurante de Santi ya estaban decoradas por Tapies, y en sus manteles se reunían las figuras más importantes de la cultura y la sociedad de nuestro tiempo. Era un gigante que seguía la estela de aquellos míticos chefs franceses que deleitaron a genios y emperadores. Aparte de sus grandes logros gastronómicos, Santi dedicó sus últimos años a reivindicar- a través de unos textos ejemplares- una cocina depurada, esencial y eterna, esa cocina que sólo pide una servilleta anudada al cuello, un buen plato y un paladar con memoria. Lamentablemente nuestro país es tan inculto que lo que debía haber sido un debate fértil entre cocina moderna (Santamaría) y cocina posmoderna (Adriá) se transformó en la pataleta de un gremio de advenedizos que lo atacó de una forma miserable. Esta semana sé que he perdido muchas cosas, tantas que no podría contarlas. Pero esas pérdidas, ahora, son lo que es mío. Esta misma semana, en fin, un pedazo de mí también cayó muerto en un restaurante de Singapur.

Santi Santamaría

 

 

 

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